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    En esta sección de revista ClubHouse abordamos y analizamos la experiencia memorable de viajar con hijos crecidos.

    Por Laura Yofe

    Cuando los pañales y los castillos de arena son etapa superada, la posibilidad de viajar juntos puede convertirse en una de las experiencias más memorables de padres e hijos.

    Me encanta viajar, soy de las que siempre tiene el carry-on y el pasaporte listo para la primera oferta low cost que aparezca. Aun así, todavía recuerdo los viajes cuando los niños eran pequeños. Desde la selección del destino hasta el armado de la valija, todo se iba tiñendo de entusiasmo pero también de buena dosis de adrenalina por la dedicación que los niños implican. Ya que cuando son chicos, hay veces que es mejor quedarse en casa, ¿o no? Cabe comentar que soy madre de tres, cuya diferencia de edad en total no excede los tres años. Por aquel entonces, volvía de mis vacaciones feliz pero agotada de berrinches en la playa, de peleas para poner el protector solar, de preparar cuatro comidas diarias sin excepción.

    Mi espíritu aventurero se resistía a creer que viajar con mis hijos se convertiría en sinónimo de stress por siempre, y cuánta razón tenía. Cuando ya tuvieron edad suficiente para armar y cargar su propio carry on, decidí llevarlos de a uno al destino que quisieran. “Bueno, algo así, ya que el destino lo elijo yo de acuerdo al perfil de cada compañero de viaje”. El secreto está en que sientan “exclusivos” desde ese momento, como diría el psicólogo de adolescentes: “llevalo a tomar un cafecito, sacalo de su lugar habitual, sorpréndelo” ya que, cuando estamos fuera del contexto habitual ¡pasan cosas!

    Así comencé a viajar con mis hijos cuando grandes. El primer desafío fue ir a Perú con la benjamina, tan mágica como Cuzco y las ruinas de Machu Picchu. Allí, entre los colores deslumbrantes de paisajes y personas, las delicias de la cocina local y las maravillas de las ruinas incaicas, descubrí a una jovencita todo terreno siempre dispuesta a aventuras como la de levantarse a las cinco de la mañana para ver la salida del sol en la mítica ciudad. Cuzco se transformó en nuestra casa durante la estadía y nos vino tan bien comer en Cicciolina como en el Mercado Central. La última noche, nos dimos el gusto de despedirnos con una gran luna llena iluminando la Plaza de Armas. Ambas nos prometimos regresar con el resto de sus hermanos.

    Luego siguió Uruguay con la primogénita, cumple años en enero y así fuimos a recibir sus veinte como a ella le gusta, en Punta del Este. Estas vacaciones nos dieron la posibilidad de elegir cómo queríamos disfrutar del mar cada día e ir armando sobre la marcha una rutina relajada. Quien primero amanecía armaba “la heladerita” con las provisiones del día. Si había viento, la Mansa nos esperaba con un mar planchado como una pileta y nos invitaba a quedarnos hasta el atardecer para despedir el sol. Si hacía mucho calor, la Brava nos recibía con olas y una brisa refrescante para quedarse horas jugando. José Ignacio nos conquistó definitivamente, ¡allí recibimos sus veinte años en la emblemática La Huella y prometimos volver mucho antes de los cuarenta!

    “Viajar con hijos grandes es enriquecedor y divertido, a veces un desafío para conciliar intereses, sin embargo, por sobretodo es ese paréntesis que produce el reencuentro desde otro lugar.”

    Esta nueva experiencia de viajes la cerré con mi hijo varón, el destino fue una pequeña isla en el nordeste brasileño, era pleno junio y queríamos huir del frío. Arraial d’Ajuda y Trancoso nos recibieron con días de sol y lluvia intermitente pero nada nos detuvo. Un dato no menor es que para el joven, a diferencia de sus hermanas, la comida era importantísima y no había chances de pasar por alto desayuno, almuerzo o cena. Por el resto, nos ensamblamos perfectamente y combinamos playa y aventura con una armonía que, felizmente, nos sorprendió. Créanme que hay pocas cosas más conmovedoras que quedarse charlando con tu hijo hasta que se esconda el sol. Ese pedacito de Bahía nos dio sol, lluvia, arco iris, luna llena y muchas risas. Fuimos muy felices y, al igual que con sus hermanas, prometimos volver todos juntos.

    La experiencia de viaje con hijos, cuando más que hijos son compinches y amigos, es maravillosa. Otros padres que también realizan estos viajes cada vez que se puede, como es el caso de Eugenia y Carlos, comentan que eligieron Sudáfrica para compartir con sus hijas: “la vivencia fue sumamente divertida y enriquecedora, sobre todo para fortalecer los vínculos familiares. Al estar en un ámbito diferente, donde el día a día y lo cotidiano desaparecen, todos nos relajamos y fuimos adoptando diferentes roles, como el de líder, el de comunicador, el de aventurero y funcionamos como un equipo. ¡Para estos momentos, la premisa es que cada uno viaja con lo que empaca! Para nosotros, verlas a ellas desenvolverse en un ámbito nuevo fue buenísimo y ellas a su vez, nos revalorizaron como padres. Viajando conocimos aspectos mutuos que no se ven en la vida diaria”.

    Verónica y Jeff viajan con sus hijos varones desde que tenían pañales, siempre los “arrastraron” en sus aventuras: “Para nosotros que tenemos vidas muy agitadas las vacaciones son el lugar de encuentro, ahí compartimos todo lo que en lo cotidiano se complica, como almorzar o cenar. ¡Ahora que los chicos ya son grandes, interactuamos de una forma muy diferente a cuando eran peques! sumado a que siempre surge algún personaje o anécdota para rememorar. Como la que nos ocurrió en Croacia cuando, al partir el último bus comencé a llamarlos a viva voz para que subieran y no sólo me di cuenta que, ya estaban arriba, y habían sacado boleto, sino que debieron ayudarme a mí a subir entre la multitud!”

    Varinia y Tonchy, padres de dos jóvenes universitarios, dicen que: “Viajar con hijos grandes es enriquecedor y divertido, a veces un desafío para conciliar intereses, sin embargo, por sobretodo es ese paréntesis que produce el reencuentro desde otro lugar. La aventura comienza desde la planificación y la elección de destinos y, aunque a veces es estresante la logística para conciliar obligaciones de estudio, trabajo, y mil cosas más todo queda ampliamente justificado y olvidado cuando despachamos las valijas y emprendemos vuelo. También creemos que es una manera de mostrarles a nuestros hijos que hay muchas realidades, que formamos parte de un todo, y que el hecho de que existan diferentes culturas nos hace más tolerantes, comprensivos, desprejuiciados. En fin, lo recomiendo fervorosamente, porque todos volvemos enriquecidos, renovados y quizá, más livianos de equipaje”.

    Lo cierto es que viajar con los hijos en un momento de la vida en que los padres todavía somos jóvenes y ellos ya son independientes puede convertirse en una de las experiencias más memorables. También es la oportunidad que tenemos, como padres, de conocer en profundidad a nuestros hijos como adultos. Y para ellos, hijos, revalorizar a un padre o madre que es tan humano y puede ser tan divertido y descontracturado como ellos.

    La escapada termina siendo la excusa perfecta para re encontrase y re conectar, algo cada día más difícil en las vidas agitadas y ocupadas que vivimos. Es el momento ideal para compartir abrazos, charlas inolvidables, muchas risas y también silencios. ¡Sí que pasan cosas cuando uno viaja con hijos grandes, no dejen de hacerlo!

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