Cómo el sonido moldea los espacios y despierta nuestras emociones más profundas. Descubrí la música oculta en tu jardín.
Cierro los ojos y lo escucho. Un silbido agudo, melódico, que viaja en el tiempo y me devuelve a las siestas de mi infancia. Es el chiflo del afilador, un sonido casi extinto que, para mí, es una máquina del tiempo. Esa es la magia y el poder de lo que hoy quiero contarte: el paisaje sonoro.
Mi fascinación por este universo invisible comenzó hace más de tres años, al descubrir el increíble trabajo que realizaban en una escuela para niños con discapacidad visual en Buenos Aires. Allí comprendí que el espacio es mucho más que lo que vemos; también es lo que oímos. Me sumergí en la obra de R. M. Schafer, el pionero que nos enseñó a escuchar el mundo, y entendí que podíamos diseñar jardines no solo para la vista, sino para el alma.
Schafer nos regaló la frase: “Un paisaje sonoro consiste en eventos escuchados y no en objetos vistos”. Nos invitó a entender que cada lugar tiene su propia huella sonora, un ADN acústico único e irrepetible. Pensá en la diferencia abismal entre el murmullo de un bosque y el estruendo de una parada de autobús en el centro.
Esa identidad sonora es el resultado de una sinfonía de elementos:
- Sonidos naturales: el viento peinando las hojas de los álamos, el trino de un zorzal, el rumor de una acequia.
- Sonidos humanos: las risas lejanas de unos niños, el eco de unos pasos sobre la grava.
- Sonidos artificiales: el tintineo de una campana, el murmullo de una fuente diseñada por el hombre.
Este paisaje no es estático; evoluciona con las horas del día y las estaciones del año. Y lo más importante: nuestra percepción es profundamente personal. El mismo sonido que para ti puede ser ruido, para mí puede ser el ancla de un recuerdo feliz.
Pero, ¿cómo llevamos esta idea tan poderosa del papel a la tierra, a nuestros jardines? Aquí es donde la teoría se convierte en emoción palpable. El diseño del paisaje sonoro no se trata de eliminar ruidos molestos, sino de componer, de crear deliberadamente una experiencia auditiva que enriquezca cada rincón.
Imaginemos que nuestro lienzo es el jardín de un centro para adultos mayores.
Podríamos crear un jardín de reminiscencias sonoras, un espacio terapéutico tejido con los hilos del recuerdo:
- El rincón de la plaza: Un pequeño espacio con adoquines y una fuente central de gorgoteo suave, que evoca las tardes de tertulia en la plaza del pueblo.
- El paseo del campo: Un sendero flanqueado por árboles cuyas hojas, al ser mecidas por el viento, susurran de formas distintas. Podríamos añadir el sonido del agua corriendo por una acequia de piedra, tan característico de nuestra Mendoza, transportando a los residentes a sus raíces.
- El oasis de aves: Instalando comederos y bebederos estratégicos, invitamos a las aves locales a ser las protagonistas del concierto diario, llenando el aire con sus cantos. Incluso podríamos introducir artificialmente y con sutileza el trino de pájaros que ya no se oyen en la zona.
- El rincón de la siesta: Unas hamacas bajo una pérgola, donde el único sonido sea el tintineo cristalino de unas campanas de viento, transportándonos a la calma de una tarde de verano.
El diseño de un jardín se transforma así en una partitura. Cada elemento, desde la elección de las plantas hasta la ubicación de una fuente, se convierte en una nota musical. Creamos espacios que no solo son bellos a la vista, sino que también son capaces de calmar, estimular la memoria y mejorar el bienestar emocional y cognitivo de quienes los habitan.
Porque un jardín verdaderamente magistral no es el que solo se admira, sino el que se siente con todos los sentidos. Es aquel que, incluso con los ojos cerrados, nos hace viajar.